
La segunda aventura del famoso detective y su no menos conocido biógrafo se imprimió por primera vez en formato revista en febrero de 1890 y fue recopilado en libro unos meses más tarde. Los editores londinenses a los que Doyle confió su primer manuscrito en 1887 (Estudio en escarlata, publicado por Ward, Lock & Co.) no le dieron la confianza ni la difusión necesaria. No así en Estados Unidos, donde el Lippincot Magazine no sólo había quedado muy contento con el resultado, sino que decidió hablar con el propio escritor para concertar una novela corta más de estilo similar y con los mismos protagonistas. He aquí el germen de El signo de los cuatro.
Click para continuar.
Resulta curioso que ni en la propia Inglaterra ni en el corazón de Conan Doyle sus dos personajes calaran muy hondo. Aunque el escritor de Edimburgo se embolsó algunas ganancias más importantes que con su primera tentativa en la novela detectivesca, estaba claro que sus preferencias se decantaban por el género histórico, donde había cosechado además los mejores elogios por parte de la crítica especializada (la novela de policías y crímenes estaba peor considerada, por ejemplo se solía imprimir en tomos más baratos y de peor calidad.) Por diferentes circunstancias, se puede afirmar que Conan Doyle nunca sintió especial cariño por Holmes y Watson y mucho menos en estas primeras novelas cortas, donde no hay un trato especial con ellos. Sin embargo, aún sin saberlo, estaba dotando a sus creaciones de nuevos matices e introduciendo en el Canon holmesiano nuevas características que estaban llamadas no sólo a perdurar, sino en contadas ocasiones –como en su adaptación a diferentes medios- a hacerse indispensables.
En las primeras páginas de El signo de los cuatro nos encontramos con varias de esas características que definen a Holmes: la dualidad reinante en su ser, una melancolía tan intensa cuando su extraordinario cerebro no está ocupado en cábalas imposibles, que le llevan al consumo constante de sustancias como morfina y cocaína –disolución al siete por ciento-, en contraste con la frenética actividad y dinamismo que le invaden cuando se encuentra ante un nuevo caso que pone a prueba su inigualable intelecto; cómo esto no agrada en todas las ocasiones a su compañero y produce ciertos roces entre ambos. Situación que viene a interrumpirse con la llegada de la señorita Mary Morstan solicitando la ayuda de los dos amigos: su padre, que desapareció misteriosamente hace más de diez años, está conectado con una serie de misteriosos envíos de unas preciosísimas perlas que recibe cada año. En el último envío se solicita su presencia para lo que puede ser una explicación. Asustada pero al mismo tiempo intrigada, la señorita Morstan solicita la compañía de Holmes y Watson y su asistencia en tan misteriosa cita.

La acción empieza a complicarse cuando, efectivamente, su encuentro con un joven rico llamado Sholto les hace partícipe de un gran misterio: los progenitores de Morstan y Sholto eran amigos y sirvieron juntos en las colonias inglesas en la India. De su retiro se trajeron algo más que honores: en concreto un fabuloso tesoro. Pero detrás del tesoro también trajeron extrañas muertes acompañadas de una extraña nota con la inscripción el signo de los cuatro. La trama que plantea Conan Doyle aquí es mucho más complicada que la que ideó en su anterior novela. Los extraños conocidos parten en busca de un tesoro que ha sido recientemente hallado por el hermano de Sholto para encontrarlo a él muerto en extrañas circunstancias en una habitación cerrada por dentro y de casi imposible acceso y el tesoro desaparecido. Ante la inutilidad de la policía, Holmes y Watson tendrán que tomar cartas en el asunto personalmente. Una nueva óptica desde la que contemplar a ambos, más implicados en la acción. El propio Holmes reconoce en un momento a un antiguo boxeador al que tumbó años atrás. Su conocimiento de las calles de Londres y de muchos de sus integrantes también le es de ayuda, como la existencia de un fabuloso perro rastreador llamado Toby, del que darán buen uso. Ambos amigos son capaces de seguir un rastro armados con sus revólveres por todo Londres durante la más larga noche.
El caso se complica cuando los asesinos –que además han usado una extraña arma homicida: una especie de dardo envenenado- desaparecen completamente. Holmes no sólo tendrá que recurrir a los Irregulares de Baker Street –una panda de mocosos a sueldo del detective que realizan todo tipo de averiguaciones y operaciones de vigilancia por toda la ciudad- sino que tendrá que implicarse más personalmente al tiempo que nos muestra otra de sus muchas cualidades: una gran maestría para el disfraz, siendo capaz de engañar a su propio compañero de cuarto.
El misterio finalizará con una espectacular persecución por todo el río Támesis en barcaza de vapor y con las revelaciones finales, con las que viajaremos a la India, a las revueltas entre ingleses colonizadores y los diablos negros –las páginas pertenecen a su época y parece que el escritor era un defensor del colonialismo- y a la existencia de un tesoro y a un pacto sagrado entre varios integrantes. Las traiciones posteriores y la búsqueda de compensación y venganza traerán tan terrible historia al Londres moderno.
Trama más complicada y mejor resuelta, sitúa a El signo de los cuatro varios peldaños por encima de su predecesora. Mejora en la caracterización de sus personajes y además avanza en el tiempo, de modo que, por citar un ejemplo, existe una pequeña historia de amor entre el doctor Watson y la señorita Morstan que acabará en boda. Sirva esto también para añadir un matiz más a la extraña personalidad de Holmes, que aparte de seguir mostrándose prepotente y superior a sus compatriotas, llega a rozar la misoginia o al menos la total indiferencia hacia el sexo opuesto, ya que lo emotivo es opuesto al razonar frío y sereno, que yo coloco por encima de todas las cosas. Aunque Doyle otorga protagonismo a sus dos creaciones, a Watson le ha tocado el papel anodino, de biógrafo –de ahí que todo el relato sea en primera persona- y a Holmes esa extraña dualidad de carácter donde a veces roza la genialidad y otras es un personaje algo desagradable; atlético y capacitado para tareas tanto físicas como psicológicas; con vastos y variados conocimientos en muy diversas materias –casi todas peculiares-, capaz de citar en francés y alemán a grandes poetas y autores; y siempre necesitado de un estímulo intelectual para seguir adelante. Una extraña pareja, sin duda.
Como curiosidad, tiene lugar en el libro una frase que es comúnmente citada en la cultura popular –y no es el peliculero elemental, querido Watson, sino-: Eliminados todos los demás factores, el único que aún queda tiene que ser el verdadero. Y que volverá a repetirse en otra ocasión, con diferentes palabras pero igual significado: ¿Cuántas veces le tengo dicho que, una vez eliminado todo lo que es imposible, la verdad está en lo que queda, por improbable que parezca? Y una apreciación personal: Cuando Holmes y Watson penetran en una habitación cerrada con un cadáver dentro, encuentran una serie de huellas misteriosas y una situación que me recordó mucho a la planteada por Edgar Allan Poe en Los crímenes de la calle Morgue. Me resultó curioso, porque en Estudio en escarlata, el propio Holmes ridiculiza las aventuras protagonizadas por su precursor literario Dupin (¡toma ejercicio de metaliterarura!).
Todo Sherlock Holmes, aquí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario