En la década de los setenta, el
ahora famoso director luchaba por hacerse un nombre en la animación japonesa,
junto a Isao Takahata, uno de sus compañeros más fieles y en aquella época el
principal director de los proyectos en los que trabajaban juntos, quedando para
Miyazaki un papel más técnico pero esencial para las series en las que
trabajaban. Es curioso cómo, con la perspectiva que dan los años, descubrimos
la enorme cantidad de series anime en las que trabajó este hombre y que vimos
en nuestra infancia: el propio Lupín
y su pegadiza sintonía de apertura, Heidi
o Marco y en una segunda
clasificación de popularidad, Ana de las
tejas verdes o Conan, el niño del
futuro. La adaptación perruna de Sherlock Holmes, que en mi imaginación siempre habitará un fascinante universo steampunk, se estrenaría unos años
después en 1984.
Con el paso de los años, Miyazaki
fue dirigiendo cada vez más episodios de estas series, cogiendo la experiencia
necesaria para dar el salto al largo, que se produciría en 1979 con la que
sería la segunda película basada en la serie de Lupín III, un descendiente del
famoso ladrón de guante blanco que ha heredado la profesión. Producida para TMS Entertainment, en sus orígenes era
un manga creado por Monkey Punch que dio lugar a dos series para televisión.
Esta película tenía una gran implicación del director, que también participó en
la propia animación como diseñador, como guionista y como dibujante de storyboard –por aquella época también
debía de dedicar cierto tiempo a dibujar el manga de Nausicaa del valle del viento, que luego se convertiría en su
segunda película-.
Siempre me ha sorprendido esa
mezcla de elementos japoneses con una ambientación europea, ya que el pequeño
país ficticio de Cagliostro, donde se desarrolla la acción y principalmente en
su castillo con fama de inexpugnable, parece un pequeño país cercano a la costa
mediterránea. Como elemento diferenciador con el resto de robos perpetrados por
el famoso ladrón en su propia serie, ahora Lupín deberá de penetrar en las
entrañas del castillo para rescatar a la princesa del país, que vive
secuestrada por un malvado conde que ansía su mano en matrimonio para así
revelar el paradero de un vasto tesoro escondido por sus antepasados. Como no
podía ser de otra manera, los secundarios habituales de la serie hacen acto de
presencia, cada uno de ellos con alguna que otra secuencia importante: el
pistolero Jigen, el samurái Goemon, la explosiva rubia Fujiko o el inspector de
Interpol Zenigata, siempre unos pasos por detrás de los protagonistas en su
intento de cazarlos y encerrarlos para siempre.
Siendo como es una historia donde
lo que prima es la acción y la aventura, salpicada constantemente con mucho
humor, el protagonista se reconvierte en un carismático héroe anónimo para la
princesa, seguro de sí mismo y con sus habilidades en el mejor momento. El
ejército privado del Conde con sus sables de inspiración imperial, contrastan
con las armas antidisturbios de los agentes de la Interpol, así como con las
metralletas o armas de fuego de alta precisión que usa Jigen, por no hablar de
que hay un grupo de asesinos de estilo ninja, lo que deja en un segundo lugar que
haya un samurái paseándose tranquilamente por ahí. La película es una mezcla
interesante de varias influencias, sin dejar de lado el estilo de animación de
la época, muy dinámico en las escenas más movidas pero que no deja de usar
imágenes congeladas en muchos momentos. Como curiosidad, hay un personaje
secundario, un anciano, que es calcado al abuelito de Heidi.
Miyazaki introduce nuevas
perspectivas de cámara, una ambientación muy trabajada y un personaje
protagonista que funciona bien como antihéroe, ya que en el fondo se trata de
un ladrón de guante blanco –su primera aparición en la película es en
Montecarlo, asaltando un casino-. Quedan para la posteridad varias secuencias
de acción, en especial la última de ellas, donde se revela el misterio detrás
de la herencia millonaria de los Cagliostro y una persecución en coche que
tiene lugar al comienzo de la historia y que ha sido alabada una y otra vez
desde entonces como un ejemplo a seguir por directores tan prestigiosos como
John Lasseter.
El castillo de Cagliostro es divertida y entretenida, con algún que
otro momento sobresaliente, pero hasta cierto punto olvidable, un desafío más
en la carrera criminal de Lupín III, intercambiable por muchos otros. También
hay que tener en cuenta que se trata del debut en el largo del director y que
la película tiene ya treinta y cinco años, así que es hija de su época. Su
siguiente trabajo, Nausicaa, mucho
más personal, marcaría el camino a seguir por uno de los directores más
importantes de la historia de la animación.
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