Con mucho retraso se estrenó esta última temporada de Mad Men, debido a las diferencias
creativas entre su creador Matthew Weiner y la cadena AMC. Finalmente lograron llegar a un acuerdo que permitirá que la
historia se desarrolle según los designios de su principal responsable a lo
largo de un par de temporadas más. Todo un pulso llevado hasta sus últimas
consecuencias que durante un breve tiempo hizo temer lo peor a los aficionados
de una de las series más personales y mejor hechas de la parrilla actual.
El último episodio de la temporada pasada nos dejaba la
sorprendente noticia del nuevo matrimonio de Don Draper con una de sus jóvenes
secretarias: Megan -la guapísima Jessica Paré-. Ahora se nos muestra su nueva
situación unos siete meses después de este hecho, cronológicamente situado
alrededor de mayo de 1966, con ambos compartiendo un lujoso apartamento en
Manhattan y con Megan “ascendida” a creativa bajo las órdenes de Peggy Olson,
que cada vez tiene más trabajo en la compañía.
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Si en la temporada anterior asistimos al particular descenso
a los infiernos de Don Draper tras la ruptura de su segundo matrimonio y la
muerte de su primera mujer –aunque se tratara de una unión en cierto modo
concertada-, ahora nos centraremos en una estabilidad nueva, que roza la
felicidad en muchos momentos y que produce un interesante contraste con el
resto de integrantes de la agencia publicitaria Sterling Cooper Draper & Pryce.
Roger está en cierta desventaja competitiva tras perder su
principal cuenta hace poco, Lucky Strike
y se verá obligado a trabajar duro, a su manera, para hacerse valer dentro de
la empresa. Los mejores momentos de humor de la serie siguen siendo suyos,
muchos de ellos centrados en su rivalidad nada oculta con el ambicioso Peter
Campbell. Una evolución muy interesante la de este joven ejecutivo, incapaz de
encontrar nada cercano a la felicidad, pese a tener todo lo que un hombre puede
desear. En un momento concreto tendrá un affaire
con la mujer de un conocido, interpretada por la actriz de Las chicas Gilmore. Y también tendremos un breve cameo de la actriz
Julia Ormond (El curioso caso de Benjamin Button) como madre de Megan.
Jared Harris sigue interpretando con solvencia a Lane Pryce,
el director financiero de la empresa, tras sus apariciones en grandes
superproducciones como la segunda parte de Sherlock Holmes o su papel de villano en Fringe.
Quizás debido a eso no tenga tanto peso en las tramas, pero en esta temporada
sus apariciones han sido muy buenas, dejándonos varios momentos para el
recuerdo: el combate de boxeo con Campbell y toda esa subtrama que envuelve un
pago de impuestos en Inglaterra y su desesperación para conseguir el dinero.
Las mujeres que gravitan alrededor de Don también son muy
importantes en la serie: su ex mujer vive una auténtica crisis debido a su
sobrepeso; Joan verá roto su propio matrimonio cuando su marido, médico
militar, vuelva a Vietnam; y Peggy sigue a lo suyo: buscar el reconocimiento
que merece y seguir progresando en su carrera profesional. El capítulo 11 de
esta temporada, llamado The Other Woman,
es una maravilla de guión donde se unen los destinos de estas dos mujeres tan
diferentes y que tiene lugar en un momento crucial para la compañía: hacerse
con su primer coche como marca, en este caso Jaguar, algo indispensable para permanecer en las grandes ligas de
las empresas de publicidad. Otras marcas que irán apareciendo son Heinz, salvada in extremis por una
genialidad de Megan o Mohawk Airlines,
gracias a Pete.
Por supuesto Megan tiene un papel principal en la relación
familiar de Don, el trato con sus hijos y en el trabajo. Con el paso de los
capítulos, la joven se dará cuenta de lo que de verdad quiere en la vida y eso
puede ser algo a lo que Don no esté muy dispuesto. El número musical con que le
obsequia en el estreno de temporada es enorme, aunque su marido no acabe de
reaccionar como se hubiese esperado.
La producción y la historia contada en Mad Men sigue estrechamente ligada a la estadounidense y son muchos
los detalles que nos permiten, de una forma sutil, meternos en el ambiente
donde se mueven los personajes: los ecos de la guerra de Vietnam; la fiebre por
los Rolling Stones o los Beatles –con la cada vez mayor importancia de la
música en los anuncios-; las primeras contrataciones de mujeres negras como
secretarias en el bufete –los disturbios raciales en las calles de Nueva York-;
el mundial de futbol de Inglaterra; una serie de violentos asesinatos; la
aparición del LSD y sus inesperados efectos o la expansión de los Hare Krishnas
-mención a Star Trek incluida-.
Parece que el protagonismo de Don Draper se diluye un poco
entre sus compañeros, pero no es así. En una serie que cuida con tanto mimo a
sus personajes y que posee un reparto coral y muy variado, podría pasar
desapercibida esa evolución de Don, que nota como la estabilidad emocional ha
venido emparejada con un cierto desencanto con su trabajo. No acaba de tener
las mismas ideas geniales que antes, le cuesta sacar su ingenio a relucir y
llegará incluso a reconocer que esos finales de años sesenta lo están dejando
atrás, algo que sencillamente no se puede permitir en su trabajo. Resulta muy
interesante en este sentido su doble relación por un lado con Peggy, su
protegida y un nuevo publicista recién contratado que demuestra un gran
desparpajo y brillantez: Michael Ginsberg.
Se agradece el cambio de tercio tras la última temporada.
Ahora tanto a Don como a la compañía donde trabaja le van mejor y da pie a
nuevas historias, sin abandonar los abundantes problemas que todos arrastran en
su personal busca de la felicidad en una sociedad marcada a fuego por la
necesidad de aparentar y de ser exitoso en todo lo que se hace. El mecanismo
que tiene montado Weiner sigue funcionando a un gran nivel y la larga espera ha
sido todo lo satisfactoria que se podía, dejando algunos capítulos para el
recuerdo –un viaje de Don y Megan en coche donde se juega con los tiempos
narrativos, por ejemplo-.
Y hay que reconocerles un final de temporada muy acertado
que tiene su punto álgido en el penúltimo episodio, quedando la última entrega
a modo de epílogo –como ya había ocurrido semanas antes en la segunda temporada
de Juego de tronos-. Un final duro
que va a dejar un poso de tristeza en el espectador y con una serie de giros de
tuerca, meras consecuencias de lo que llevamos visto, que abrirán otras nuevas
puertas argumentales para los futuros devenires de la serie, cada vez más
inmersa en su propio universo.






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