jueves, 7 de septiembre de 2017

Twin Peaks: Fuego camina conmigo, de David Lynch

Hay que tener muy en cuenta que David Lynch se despidió de Twin Peaks con un fuerte puñetazo en la mesa. Tras una primera temporada impresionante y una segunda que acabó descalabrándose de manera inaudita, tras innumerables cruces de declaraciones y acusaciones entre creadores, responsables de la cadena e incluso intérpretes, Lynch volvió a coguionizar y dirigir un último episodio doble donde no se molestó lo más mínimo en cerrar tramas u ofrecer explicaciones a los aficionados. Les enseñó su dedo y dejó un enorme cliffhanger que no se molestó en aclarar hasta que transcurrieron 25 años.

Pero en 1992 todavía faltaba tiempo para esto último y cuando Lynch anunció que volvería al universo creativo donde se desarrollaba Twin Peaks, hubo cierto revuelo mediático. El director venía de ganar la Palma de Oro en Cannes con Corazón salvaje y su cine ya tenía un sello propio de originalidad y calidad, por lo que eligió precisamente este medio para continuar su historia. Por desgracia, todo fueron problemas para una producción que acabó estrenándose precisamente en Cannes y que polarizó a su potencial audiencia de una forma terrible, para a continuación convertirse en un auténtico fracaso económico –prácticamente nadie fue a verla al cine-.

Ha sido con el paso del tiempo y sobre todo con la vuelta a la televisión de la serie, que esta película, una de las menos valoradas del cineasta y de las más criticadas, ha sido puesta en un nuevo contexto, ya que, hay que reconocerlo, tenía todos los elementos posibles para convertirse en una peli de culto.

Lo primero que soliviantó a los aficionados fue que, lejos de intentar aclarar alguna de las múltiples dudas que quedaban pendientes de la serie, Lynch decidió rodar una precuela de la primera temporada, centrándose especialmente en el personaje de Laura Palmer –concretamente, se nos narraría con todo lujo de detalles los últimos siete días de su existencia-. Lynch siempre ha sido un incomprendido, un outsider, pero aquí optó por la tangente: darle al público precisamente lo que NO quería, ya que el tono de la historia también varió muchísimo hacia un thriller psicológico de terror adolescente y enfermizo con innumerables gotas de elementos sobrenaturales, que en manos de Lynch se convierten en imágenes surrealistas, provocadoras y desconcertantes.

También tuvo serios problemas con el casting y el montaje. El más importante el recelo de su estrella, el actor Kyle MacLachlan que interpretaba al Agente Especial Dale Cooper y que veía con cierto escepticismo volver a colaborar con Lynch, quedando así demasiado ligado a un papel concreto. Así tuvieron que reescribirse toda la primera media hora de la película, donde el FBI investigaba el asesinato de una joven prostituta que acabaría relacionado con el de Laura Palmer. Hubo que introducir a otros dos agentes del FBI –entre los que destaca el actor Kiefer Sutherland (Touch)-.

MacLachlan se limitó a unos pocos días de rodaje, pero de una importancia enorme para la historia, sobre todo con la aparición del agente especial interpretado por David Bowie. Aquí Lynch, que formó equipo con Robert Engels, uno de los guionistas principales de la serie –Mark Frost aparece ligado a la película como productor, ya que en aquellos momentos se encontraba distanciado de Lynch e intentando la aventura personal de dirigir sus propias historias-, juega a desarrollar el mito en torno a La Habitación Roja, la Logia Negra y los espíritus que la habitan. El equipo especial del FBI llamado la Rosa Azul; el puré asqueroso que consumen los espíritus o el hecho de que el tiempo no funcione como todos esperábamos –las conexiones con la tercera temporada de la serie son aquí enormes, sobre todo con el papel que juega Cooper y su doble- conforman una enorme cantidad de información que resulta muy difícil de comprender en su totalidad.

El resto de la historia no es sino una manera de volver a narrar lo que vimos en las dos primeras temporadas desde el punto de vista de la fallecida, con todas las preferencias de Lynch a la hora de rodar: interminables secuencias, desconcertantes silencios, mezcla de erotismo y horror, paisajes oníricos –se recuperan los personajes de la vieja y el niño pequeño, que resultan ser también espíritus-, la música de Badalamenti, los efectos especiales de serie B, etc. Una trama central que se podría interpretar como el descenso a los infiernos de una joven adolescente que se ve obligada a lidiar con el sexo, el alcohol y las drogas, atormentada por un espíritu ávido de su cuerpo. Posesiones, asesinatos, violaciones e incesto, temas difíciles de mostrar en pantalla pero que Lynch rueda con su habitual elegancia.


Esta parte también fue una pesadilla de montaje. Prácticamente todos los intérpretes de la serie rodaron sus escenas, a excepción del de Donna –Flynn Boyle se negó a participar y tuvo que ser sustituida por otra actriz- y el de Audrey, por problemas con otro rodaje. Pero la inmensa mayoría se quedaron en la sala de montaje y eso que la película llegó a estrenarse con dos horas y cuarto de duración. Eso propició que desde entonces, a la complicada producción, hubiera que añadir una pesadilla de derechos y de diferentes montajes y escenas eliminadas que han ido viendo la luz con las sucesivas ediciones en formato doméstico modernas.



Ni siquiera el propio Lynch quedó satisfecho con los resultados –sí con la película, a la que ha defendido en más de una ocasión-. Pero eso no le ha impedido, 25 años después, volver a reírse del personal, retomando su viejo universo creativo, dándole de nuevo forma, llevándolo todavía más lejos y, lo que es más sorprendente, sin dejarse nada de lo ya contado atrás. Uno podrá conectar más o menos con el estilo visual o narrativo de Lynch; quedar más o menos prendado de una serie de preguntas que nunca hallarán respuesta; pero lo que es innegable es que se trata de un creador único capaz de retomar una parte de su obra, repleta de obsesiones, y sin importarle absolutamente nada ni nadie, profundizar más en ella, ligar los detalles y hacerlo de forma coherente. Como si hubiera estado toda la vida claro en su cabeza. 

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