Hay que tener muy en cuenta
que David Lynch se despidió de Twin Peaks
con un fuerte puñetazo en la mesa. Tras una primera temporada impresionante y una segunda que acabó descalabrándose de manera inaudita, tras
innumerables cruces de declaraciones y acusaciones entre creadores,
responsables de la cadena e incluso intérpretes, Lynch volvió a coguionizar y
dirigir un último episodio doble donde no se molestó lo más mínimo en cerrar
tramas u ofrecer explicaciones a los aficionados. Les enseñó su dedo y dejó un
enorme cliffhanger que no se molestó
en aclarar hasta que transcurrieron 25 años.
Pero en 1992 todavía faltaba
tiempo para esto último y cuando Lynch anunció que volvería al universo
creativo donde se desarrollaba Twin Peaks,
hubo cierto revuelo mediático. El director venía de ganar la Palma de Oro en
Cannes con Corazón salvaje y su cine
ya tenía un sello propio de originalidad y calidad, por lo que eligió precisamente
este medio para continuar su historia. Por desgracia, todo fueron problemas
para una producción que acabó estrenándose precisamente en Cannes y que
polarizó a su potencial audiencia de una forma terrible, para a continuación
convertirse en un auténtico fracaso económico –prácticamente nadie fue a verla
al cine-.
Ha sido con el paso del tiempo
y sobre todo con la vuelta a la televisión de la serie, que esta película, una
de las menos valoradas del cineasta y de las más criticadas, ha sido puesta en
un nuevo contexto, ya que, hay que reconocerlo, tenía todos los elementos
posibles para convertirse en una peli de culto.
Lo primero que soliviantó a
los aficionados fue que, lejos de intentar aclarar alguna de las múltiples
dudas que quedaban pendientes de la serie, Lynch decidió rodar una precuela de
la primera temporada, centrándose especialmente en el personaje de Laura Palmer
–concretamente, se nos narraría con todo lujo de detalles los últimos siete
días de su existencia-. Lynch siempre ha sido un incomprendido, un outsider, pero aquí optó por la
tangente: darle al público precisamente lo que NO quería, ya que el tono de la
historia también varió muchísimo hacia un thriller psicológico de terror
adolescente y enfermizo con innumerables gotas de elementos sobrenaturales, que
en manos de Lynch se convierten en imágenes surrealistas, provocadoras y
desconcertantes.
También tuvo serios problemas
con el casting y el montaje. El más importante el recelo de su estrella, el
actor Kyle MacLachlan que interpretaba al Agente Especial Dale Cooper y que
veía con cierto escepticismo volver a colaborar con Lynch, quedando así
demasiado ligado a un papel concreto. Así tuvieron que reescribirse toda la
primera media hora de la película, donde el FBI investigaba el asesinato de una
joven prostituta que acabaría relacionado con el de Laura Palmer. Hubo que
introducir a otros dos agentes del FBI –entre los que destaca el actor Kiefer Sutherland
(Touch)-.
MacLachlan se limitó a unos
pocos días de rodaje, pero de una importancia enorme para la historia, sobre
todo con la aparición del agente especial interpretado por David Bowie. Aquí
Lynch, que formó equipo con Robert Engels, uno de los guionistas principales de
la serie –Mark Frost aparece ligado a la película como productor, ya que en
aquellos momentos se encontraba distanciado de Lynch e intentando la aventura
personal de dirigir sus propias historias-, juega a desarrollar el mito en
torno a La Habitación Roja, la Logia Negra y los espíritus que la
habitan. El equipo especial del FBI llamado la Rosa Azul; el puré asqueroso que
consumen los espíritus o el hecho de que el tiempo no funcione como todos
esperábamos –las conexiones con la tercera temporada de la serie son aquí
enormes, sobre todo con el papel que juega Cooper y su doble- conforman una
enorme cantidad de información que resulta muy difícil de comprender en su
totalidad.
El resto de la historia no es
sino una manera de volver a narrar lo que vimos en las dos primeras temporadas
desde el punto de vista de la fallecida, con todas las preferencias de Lynch a
la hora de rodar: interminables secuencias, desconcertantes silencios, mezcla
de erotismo y horror, paisajes oníricos –se recuperan los personajes de la
vieja y el niño pequeño, que resultan ser también espíritus-, la música de
Badalamenti, los efectos especiales de serie B, etc. Una trama central que se
podría interpretar como el descenso a los infiernos de una joven adolescente
que se ve obligada a lidiar con el sexo, el alcohol y las drogas, atormentada
por un espíritu ávido de su cuerpo. Posesiones, asesinatos, violaciones e
incesto, temas difíciles de mostrar en pantalla pero que Lynch rueda con su
habitual elegancia.
Esta parte también fue una
pesadilla de montaje. Prácticamente todos los intérpretes de la serie rodaron
sus escenas, a excepción del de Donna –Flynn Boyle se negó a participar y tuvo
que ser sustituida por otra actriz- y el de Audrey, por problemas con otro
rodaje. Pero la inmensa mayoría se quedaron en la sala de montaje y eso que la
película llegó a estrenarse con dos horas y cuarto de duración. Eso propició
que desde entonces, a la complicada producción, hubiera que añadir una
pesadilla de derechos y de diferentes montajes y escenas eliminadas que han ido
viendo la luz con las sucesivas ediciones en formato doméstico modernas.
Ni siquiera el propio Lynch
quedó satisfecho con los resultados –sí con la película, a la que ha defendido
en más de una ocasión-. Pero eso no le ha impedido, 25 años después, volver a
reírse del personal, retomando su viejo universo creativo, dándole de nuevo
forma, llevándolo todavía más lejos y, lo que es más sorprendente, sin dejarse
nada de lo ya contado atrás. Uno podrá conectar más o menos con el estilo
visual o narrativo de Lynch; quedar más o menos prendado de una serie de
preguntas que nunca hallarán respuesta; pero lo que es innegable es que se
trata de un creador único capaz de retomar una parte de su obra, repleta de
obsesiones, y sin importarle absolutamente nada ni nadie, profundizar más en
ella, ligar los detalles y hacerlo de forma coherente. Como si hubiera estado
toda la vida claro en su cabeza.








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