viernes, 31 de octubre de 2025

El príncipe de las tinieblas, de John Carpenter

 


El fracaso en la taquilla de Golpe en la pequeña china (1986), una película extraña incluso para su director, no enturbió la relación profesional entre el productor Larry J. Franco y Carpenter, que continuó durante dos películas más. La primera de ellas, El príncipe de las tinieblas, se estrenó tan solo un año después, en 1987, tras un rodaje de apenas un mes en la ciudad de Los Angeles. Franco encontró la financiación necesaria en Alive Films, productora independiente con la que Carpenter firmó un contrato para realizar cuatro largometrajes, aunque solo llegaron a estrenarse dos –el segundo fue la película de culto Están vivos (1988)-. 

Fueron años prolíficos para un Carpenter lleno que ideas que sin embargo había perdido el beneplácito de la taquilla. Y aunque sus películas funcionaban muy bien en el circuito de videoclubs, no era suficiente para granjearle la confianza de ningún gran estudio. Para los estrenos de estas dos producciones realizadas con Alive Films Carpenter contó con la distribución de la Universal, pero como quería asegurarse a toda costa el control creativo de sus historias, tuvo que renunciar a los grandes medios y presupuestos. El príncipe de las tinieblas apenas recaudó quince millones de dólares en taquilla, pero ya era cinco veces más de lo que había costado, así que poco más se le podía exigir al director –a lo largo de su carrera Carpenter demostró en más de una ocasión que era un hombre fuera de su tiempo; y más allá de los éxitos de taquilla que le acompañaron en los inicios de su carrera, nunca acabó de pillarle el truco, como muestra el hecho de que rechazara dirigir una película de encargo que se acabaría estrenando ese mismo año 1987 y que se convertiría en una de las más taquilleras, con presencia incluida en los Oscars: Atracción fatal-. 

Es cierto que el estilo de Carpenter se estaba quedando anticuado en un momento en el que ya se habían estrenado películas donde los efectos especiales pasaban a primer plano y el sentido del ritmo de sus directores captaba la atención de los espectadores –nombres como los de George Lucas, Steven Spielberg o James Cameron-. Pero también lo es que, sin ser su mejor película, ni su mejor historia de terror, El príncipe de las tinieblas atesora en su interior todas las características de su creador -y un encanto extraordinario que, de nuevo, con el paso del tiempo, le granjeó la etiqueta de culto. De hecho, Carpenter incluyó esta película como la segunda entrega de una Trilogía del Apocalipsis cuya primera parte es La Cosa (1982) y cuya tercera y última es En la boca del miedo (1994)-.

 

La misteriosa urna encontrada en los sótanos de la iglesia abandonada

Todo lo que le gustaba a Carpenter se puede encontrar en esta producción. Si le tocaba trabajar con una pareja protagonista algo sosa interpretada por Jameson Parker y Lisa Blount, repetía tanto con Victor Wong como con Dennis Dun, con los que había colaborado en su anterior película –tanto Wong como Dun tenían la curiosa tendencia de coincidir en muchísimas de las películas en las que aparecían-. Y si hacía falta volver a llamar a Donald Pleasence, se hacía para una tercera reunión con uno de sus actores fetiche –cuarta, si tenemos en cuenta la secuela de La noche de Halloween (1978)-. 

Pleasence interpreta a un cura anónimo que se topa con un misterio sobrenatural de enormes proporciones. La inesperada muerte de un compañero pone en su poder una llave que abre un sótano de una iglesia abandonada en la ciudad de Los Angeles en la que se encuentra un curioso artefacto, una urna cilíndrica en la que se revuelve una sustancia de color verdoso. El sacerdote pide ayuda a un eminente profesor universitario experto en mecánica y física quántica que, ni corto ni perezoso, convence a sus mejores estudiantes y colegas para que se trasladen con él a la iglesia a estudiar el fenómeno desconocido –Carpenter rodó en la propia universidad en la que él había estudiado y los exteriores del principal escenario, la iglesia, son la sede de la Union Center for the Arts, situada en el barrio de Little Tokio-. 

La historia comienza muy bien con una banda sonora muy presente, compuesta por Carpenter y que de nuevo contó con el montaje y los sintetizadores de su colaborador habitual Alan Howarth, acompañando a una hábil presentación de personajes y escenarios sin apenas diálogos. Carpenter hace un buen uso de los movimientos de cámara durante toda la película, así como de los encuadres y de la dirección de actores, teniendo en cuenta que en El príncipe de las tinieblas también puede encontrarse una de sus obsesiones más evidentes: la del espacio cerrado en la que una serie de personajes deben defenderse del ataque de otros. En eso siempre ha destacado y en esta ocasión no es una excepción. El guion está cuidado en su inicio, acumulando la tensión y acrecentando el misterio en torno a la verdadera naturaleza de la sustancia verdosa, con esa indefinición entre ciencia y religión, entre ciencia-ficción y terror.

 

La iglesia abandonada a la que se trasladan los incautos científicos

El problema es que llegado un momento la cosa se desmadra, ya que Carpenter no es capaz de dotar de un mínimo de interés a la mayoría de personajes que pululan por los pasillos y sótanos de la iglesia abandonada, optando por una serie de situaciones que ya habíamos visto en su cine -y además, en varias ocasiones-. En este apartado hay incluso algún caso sangrante, como un personaje femenino que desaparece y ni siquiera sus compañeros parecen saber muy bien quién es o qué hacía allí. 

Aun así, El príncipe de las tinieblas no está considerado un clásico de la serie B por nada. Carpenter le saca un extraordinario partido a un exiguo presupuesto que no daba para ningún alarde, sobre todo en efectos visuales, y recurre a trucos de prestidigitador, como girar la cámara 180º para mostrar el comportamiento antinatural del dichoso líquido verde; utilizar mercurio para la escena cumbre en la que se unen las dos dimensiones y recurrir a chispazos de líquido para justificar las posesiones –el hecho de que buena parte del contagio entre los estudiantes se produzca boca a boca, o a besos, me recordó a la película de David Robert Mitchell It Follows (2014), donde el mal que perseguía a los adolescentes se transmitía vía sexual-. También supone su primer trabajo junto al director de fotografía Gary B. Kibbe, que con alguna pequeña excepción le acompañaría durante el resto de su carrera. 

Aunque el guion se vuelve perezoso tanto en su desenlace como en la caracterización de buena parte de sus personajes, así como en algún que otro momento sobreexplicativo un poco porque sí, la mezcla de diferentes conceptos y los homenajes que tanto le gustaba plantear a Carpenter cuando escribía lo dotan de un aura simpática y que merece la pena destacar –la película hay que reconocer que funciona bien, no es aburrida en ningún momento y mantiene la atención del espectador hasta los momentos finales-.

 

El cantante Alice Cooper caracterizado para su papel en El Príncipe de las Tinieblas

Carpenter firmó el guion bajo seudónimo –en Están vivos haría lo mismo, pero cambiaría de nombre-. En esta ocasión, optó por el de Martin Quatermass, en homenaje al científico británico Bernard Quatermass, creación fantástica del guionista televisivo Nigel Kneale que siempre acababa enfrentándose a todo tipo de alienígenas. Pero la cosa no quedó ahí, porque El príncipe de las tinieblas no es solo una película de posesiones demoníacas –esas figuras impasibles y amenazadoras en la distancia que tanto le gustaban a Carpenter y que utilizó con mucha frecuencia desde sus orígenes en Asalto a la comisaría del distrito 13 (1976)-, sino que también mete en la misma batidora conceptos de ciencia-ficción como seres alienígenas y dimensiones oscuras, atreviéndose a mezclarlo todo con la física de partículas, las teorías sobre la antimateria y, como colofón, con una secta de por medio, la del sueño, y una reinterpretación un tanto osada del nuevo testamento y la verdadera naturaleza de la iglesia católica. 

Como curiosidad, una de las secuencias más famosas de la película, aquella que se supone viene del distante futuro -1999, ni más ni menos- y que está rodada cámara en mano y con un estilo de videoaficionado bastante peculiar, se hizo muy popular, siendo utilizada desde entonces en varias ocasiones por diversos artistas para sus propias performances. Sus verdaderos orígenes se encontraban en un sueño que tuvo Debra Hill, productora de Carpenter en sus inicios, que éste tomó prestado y se llevó a su terreno. 

El príncipe de las tinieblas también cuenta con otra anécdota de rodaje de lo más interesante, de esas que suelen repetirse entre los aficionados con bastante asiduidad. Resulta que uno de los productores de la película era el mánager de Alice Cooper, así que le echó cara y le pidió al cantante que le compusiera una canción para la banda sonora. Cuando Carpenter lo conoció en persona ambos congeniaron y Cooper acabó teniendo un pequeño papel en la historia, sin diálogo alguno, aunque predominante dentro de la masa anónima de vagabundos y locos que van congregándose alrededor de la iglesia y que suponen una amenaza para los científicos. No contento con acercarse con su cámara a la inquietante figura del cantante, Carpenter le escribió una escena en la que literalmente empalaba a uno de los jóvenes universitarios, para lo que utilizó una pica montada en una bicicleta que era de su propiedad y que había sacado en alguno de sus conciertos.

 

Los actores Victor Wong y Donald Pleasence en El Príncipe de las tinieblas

Carpenter disfrutaba con este tipo de juegos. Ponía nombres de colegas a sus personajes y llamaba a actores con los que ya había trabajado y con los que se sentía cómodo. Planteaba homenajes a las viejas historias de terror y ciencia-ficción que siempre había consumido y las rodaba como los directores clásicos que él consideraba insuperables -como Hawks-. Por eso se movía tan bien en la serie B, porque todo ese entusiasmo y ese estilo y ese saber hacer tras la cámara lo trasladaba al espectador y esa es una de las razones por las que la mayoría de sus películas, aunque no triunfaran en su momento en taquilla, han perdurado tan bien en la imaginería popular y en los corazones de los aficionados al género –siempre defenderé a capa y espada que sus películas no han envejecido nada mal, aunque no me importaría que alguna de sus historias fuera objeto de un remake con medios modernos-. 

Tras el estreno de Están vivos Carpenter se tomaría por primera vez en años un descanso que no lo volvería a situar en la silla de director hasta el año 1992, con la que quizás sea su película menos personal, Memorias de un hombre invisible.

No hay comentarios:

Publicar un comentario