He visto en un corto periodo de tiempo dos películas con algún punto en común, como el papel que juega en su desarrollo la arquitectura, que parecían de otra época, tanto por su apuesta visual como por el ritmo elegido para contar su historia, algo ajeno a los dominantes en la actualidad en la meca del cine.
Pero a diferencia de Brady Corbet, director de la oscarizada The Brutalist (2024), Coppola es también un director de otra época. Y, además, uno de los más grandes de la historia del cine, con todo lo que ello conlleva. Eso añade un plus de dificultad a la hora de juzgar una apuesta tan arriesgada y fascinante como la que se plantea en Megalópolis (2024), teniendo en cuenta que el director de El Padrino (1972) nunca ha sido una persona con la que resulte fácil trabajar y que su último proyecto juega en la misma liga que producciones como Apocalypse Now (1979), todo ruido y caos y cuya intrahistoria es tan interesante, o más, que la propia película.
Megalópolis no solo llevaba desarrollándose décadas, sino que ha pasado por diferentes fases, incluida una pos 11-S que casi acaba con ella definitivamente. La prensa especializada se ha centrado demasiado en las ansias de Coppola por llevarla a cabo, con menciones constantes a la venta de sus viñedos, pero resultan mucho más interesantes sus métodos de trabajo actuales, que implican una gran libertad de improvisación en plató; o ciertas críticas a comportamientos problemáticos en el set o el hecho de que se haya gastado 120 millones de dólares no se sabe muy bien en qué -también se han reportado algunos hechos bastante inusuales, como dimisiones de importantes responsables de apartados técnicos de la película en pleno rodaje-.
Todo esto se traduce a lo que finalmente vemos en pantalla, sobre todo en un aspecto visual donde hay un abuso de los efectos digitales y en el montaje, muchas veces errático, aunque quizás sea achacable a un guion que es verdad que cede mucho espacio al lucimiento de sus actores pero que en muchas ocasiones es un batiburrillo de ideas que no se sabe muy bien a donde van.
La trama central sigue a un joven genio ganador del Premio Nobel por el descubrimiento de un nuevo material llamado a revolucionar el futuro de la humanidad. Procedente de una familia adinerada, entre cuyos miembros despierta tantas pasiones como odios, decide centrarse en la construcción de una nueva ciudad, llamada Megalópolis, que asegure la evolución de sus congéneres. La complejidad del personaje interpretado por Adam Driver es enorme: genio arquitectónico acusado del asesinato de su mujer en eterna disputa con el alcalde de la ciudad; decadente, transgresor, arrogante… Pero también romántico, idealista y con una particularidad muy especial, que tampoco influye demasiado en las tramas: tiene la habilidad de detener el tiempo.
Un personaje central en una fábula que traza paralelismos entre la caída de la república romana pocos años antes del nacimiento de Cristo y la decadencia del modelo capitalista norteamericano cuyo mejor exponente es la ciudad de Nueva York. Aquí la casualidad ha querido que lo que en su momento histórico podría haber tenido un mejor encaje, sea de nuevo relevante por el devenir cada vez más totalitario en el que han caído los Estados Unidos de hoy en día.
La descompensación de la película es enorme y su protagonista es prácticamente el único que tiene un mínimo de desarrollo. El reparto coral es interesante de por sí, aunque muchos secundarios sean en realidad una serie de arquetipos -el envidioso y problemático, el rico de vuelta de todo obsesionado con la juventud, la mujer ambiciosa de poder y dinero-. Otros, sin embargo, están ahí un poco porque sí, sin tener muy claro a donde van sus historias -el caso de Dustin Hoffman es de los más sangrantes, sobre todo por cómo acaba su personaje-.
También me ha llamado especialmente la atención que los actores están mucho más sobreactuados que las actrices, donde Nathalie Emmanuel está de lo más correcta y Aubrey Plaza, como suele ser habitual en ella, se roba todas las escenas en las que aparece.
No es de extrañar el fracaso
económico de la película -su presupuesto está infladísimo-, ni tampoco los
ataques de parte de la crítica. El idealismo de Coppola resulta de lo más
inocente, tanto que llama la atención, y no le hubiera venido nada mal una
revisión de su propio guion para darle una mayor consistencia –hay alguna que
otra situación de lo más ridícula-. Aunque en este caso igual la película
hubiera perdido esa frescura que tiene, ese punto de locura que asoma a veces.
Porque tan cierto es que es una cosa extrañísima como que atesora en su
interior alguna que otra secuencia enorme, bellísima y que llama mucho la
atención.



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