martes, 14 de febrero de 2017

Viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinand Céline

Ferdinan Bardamou es un joven francés que haciendo caso a un inoportuno impulso acaba enrolándose como voluntario en el ejército, por lo que le tocará vivir, en calidad de explorador, la primera guerra mundial. Bardamou es un descreído, cínico y triste ser humano incapaz de sentirse a gusto en ningún sitio y mucho menos en el frente, por lo que pronto acabará siendo licenciado por una enfermedad mental –quién sabe si  real o fingida-. Pero lejos de asentarse en el París de posguerra, el protagonista iniciará un peligroso viaje que le llevará hasta África, a las colonias francesas en el Congo; hasta la Nueva York de la época y finalmente de vuelta a Francia, siempre huyendo, siempre buscando su lugar en el mundo.

Tengo que reconocer que no soy un entusiasta de la llamada Generación Beat, que asaltaron los Estados Unidos en la década de los cincuenta con su arte, aunque he leído a algunos de sus autores. También me cuesta conectar con la literatura visceral de escritores como Henry Miller (Trópico de Cáncer) o William Faulkner (El ruido y la furia). Estos dos últimos, contemporáneos de Céline, publicaron prácticamente en el mismo intervalo de tiempo y en mi particular y muy personal clasificación literaria, comparten muchos rasgos comunes en su escritura.

Viaje al fin de la noche se publica en 1932 y es la primera y más famosa novela de su autor, al que la polémica no ha abandonado hasta ahora, debido a su antisemitismo o al racismo del que hacía gala en muchas ocasiones. Nos encontramos ante uno de esos artistas cuya obra ha resultado tan influyente que cuesta mucho juzgarlo con ojos del presente, así que solo queda centrarse en las sensaciones que inspira la novela mientras se está leyendo.

En mi caso, me ha cautivado en su primera mitad, donde el protagonista va dando tumbos de un lugar a otro y prestando su particular punto de vista para describir las terribles situaciones con las que se va encontrando alrededor del mundo. Con un fuerte componente autobiográfico, Céline opta por la primera persona para dar rienda suelta a sus pensamientos más íntimos, que se ven reflejados en un estilo rápido y directo, que no huye de situaciones malsonantes o escatológicas. Un torrente de palabras que asalta al lector a traición y que acaba pillándole desprevenido, al menos hasta que se acostumbra a una forma de narrar muy particular y pegada al lenguaje coloquial.

Las diferentes escaramuzas en el frente francés, la brutal colonización del continente africano o la deshumanización de una América que tiene muy poco de tierra prometida y mucho de trampa capitalista para los ingenuos forman una primera parte de lo más interesante, cuya trama da un giro brusco cuando el protagonista vuelve a su tierra para acabar los estudios de medicina, instalándose a ejercer una profesión que desprecia en una población no muy lejos de París, donde toma contacto con toda suerte de personajes.

En esta segunda parte, que ocupa prácticamente la mitad de una novela de casi seiscientas páginas –en su edición de bolsillo-, es donde Céline ha podido totalmente conmigo y donde en verdad me ha costado seguir el hilo, más por falta de interés que por otra cosa, porque a esas alturas ya me había hecho a su escritura.


Es innegable la fuerza de la novela y no puedo ni imaginar lo que tuvo que suponer su aparición a principios de la década de los treinta. Pero también tengo que reconocer que no es mi estilo y que no ha sido, sino con mucho esfuerzo, fácil acercarse a ella. 
El autor

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