Tras el estreno de El viento se levanta en 2013, Hayao
Miyasaki anunció su retirada, provocando no solo la consternación entre los
aficionados al cine de animación, sino afectando de manera indirecta a su
propia compañía. El Studio Ghibli
perdía así a su buque insignia y entraba en un periodo de incertidumbre,
lastrado además por el mal resultado en taquilla de sus últimos estrenos, entre
los que hay que destacar El cuento de la
princesa Kaguya, que vio la luz en Japón a finales de ese fatídico 2013.
Takahata, director de La tumba de las luciérnagas y
cofundador de la empresa, adaptó y dirigió un famoso cuento japonés, El cortador de bambú, donde una pareja
de ancianos campesinos encuentran dentro de una caña de bambú a un diminuto
bebé que pronto alcanza proporciones humanas normales, revelándose como una
preciosa niña, a la que adoptan como si fuera propia. Pero no es lo único que
encuentran: el bosque de bambú les proveerá de suficiente dinero como para
empezar una vida nueva dedicada a la educación de la joven y a su exhaustivo
entrenamiento para convertirse en una auténtica princesa.
La historia posee muchas de
las claves que el Studio Ghibli ha
ido cultivando estos años, como esa dualidad existente entre el mundo en el
campo, más libre y feliz, y el ambiente que se vive en las grandes ciudades,
donde las rígidas tradiciones japonesas lo gobiernan todo; o un sentido del
humor muy marcado que viene a reflejar la hipocresía de mucha de la gente que
se considera a sí misma de alta alcurnia; lo mismo se puede decir de la ternura
que desprenden las escenas familiares entre una pareja que nunca ha podido
tener hijos y un regalo que les llega llovido del cielo o un ritmo pausado que
deja calar a los personajes y que desarrolla la historia con parsimonia y
tranquilidad.
De igual manera, la producción
es exquisita. La música lírica es muy bonita y la ambientación está tan cuidada
como siempre. Sin embargo hay una diferencia fundamental con el resto de la
animación que ha ido haciendo el estudio en sus anteriores producciones: el
acabado del dibujo no es tan definido; es más tosco, como si fueran trazos de
un pincel en una hoja de un cuaderno de dibujo. De hecho, los bordes aparecen
como difuminados, porque nunca se pinta hasta el borde de la página. Y por si
eso no fuera suficiente para marcar las distancias, dependiendo del estado
emocional de la protagonista la animación cambia. En las secuencias en las que
corre airada o asustada todo se acelera y se vuelve todavía más difuso, con un
trazo más grueso y oscuro.
Una virguería en la animación
que no encontró su público fuera de las fronteras del País del Sol Naciente,
pero que sí conquistó el corazón de la crítica especializada, que la elevó a
los altares del género. Y es que es una propuesta sumamente valiente, que de
una aparente sencillez en su trama extrae una serie de enseñanzas y diferentes
formas de ver la vida que merece la pena contemplar. Y que consigue transmitir
de manera sorprendente las emociones de su personaje principal, la princesa que
da nombre al título.





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