lunes, 6 de marzo de 2017

El cuento de la princesa Kaguya, de Isao Takahata


Tras el estreno de El viento se levanta en 2013, Hayao Miyasaki anunció su retirada, provocando no solo la consternación entre los aficionados al cine de animación, sino afectando de manera indirecta a su propia compañía. El Studio Ghibli perdía así a su buque insignia y entraba en un periodo de incertidumbre, lastrado además por el mal resultado en taquilla de sus últimos estrenos, entre los que hay que destacar El cuento de la princesa Kaguya, que vio la luz en Japón a finales de ese fatídico 2013.

Takahata, director de La tumba de las luciérnagas y cofundador de la empresa, adaptó y dirigió un famoso cuento japonés, El cortador de bambú, donde una pareja de ancianos campesinos encuentran dentro de una caña de bambú a un diminuto bebé que pronto alcanza proporciones humanas normales, revelándose como una preciosa niña, a la que adoptan como si fuera propia. Pero no es lo único que encuentran: el bosque de bambú les proveerá de suficiente dinero como para empezar una vida nueva dedicada a la educación de la joven y a su exhaustivo entrenamiento para convertirse en una auténtica princesa.

La historia posee muchas de las claves que el Studio Ghibli ha ido cultivando estos años, como esa dualidad existente entre el mundo en el campo, más libre y feliz, y el ambiente que se vive en las grandes ciudades, donde las rígidas tradiciones japonesas lo gobiernan todo; o un sentido del humor muy marcado que viene a reflejar la hipocresía de mucha de la gente que se considera a sí misma de alta alcurnia; lo mismo se puede decir de la ternura que desprenden las escenas familiares entre una pareja que nunca ha podido tener hijos y un regalo que les llega llovido del cielo o un ritmo pausado que deja calar a los personajes y que desarrolla la historia con parsimonia y tranquilidad.


De igual manera, la producción es exquisita. La música lírica es muy bonita y la ambientación está tan cuidada como siempre. Sin embargo hay una diferencia fundamental con el resto de la animación que ha ido haciendo el estudio en sus anteriores producciones: el acabado del dibujo no es tan definido; es más tosco, como si fueran trazos de un pincel en una hoja de un cuaderno de dibujo. De hecho, los bordes aparecen como difuminados, porque nunca se pinta hasta el borde de la página. Y por si eso no fuera suficiente para marcar las distancias, dependiendo del estado emocional de la protagonista la animación cambia. En las secuencias en las que corre airada o asustada todo se acelera y se vuelve todavía más difuso, con un trazo más grueso y oscuro.


Una virguería en la animación que no encontró su público fuera de las fronteras del País del Sol Naciente, pero que sí conquistó el corazón de la crítica especializada, que la elevó a los altares del género. Y es que es una propuesta sumamente valiente, que de una aparente sencillez en su trama extrae una serie de enseñanzas y diferentes formas de ver la vida que merece la pena contemplar. Y que consigue transmitir de manera sorprendente las emociones de su personaje principal, la princesa que da nombre al título. 

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